Por @miscelanealuna
Sara se reclina en la silla de su oficina. Le falta muy poco para terminar un proyecto que nada tiene que ver con el trabajo, pero con el que se está esmerando como con ningún otro. Compara el rostro de su ilustración con el de la persona que la abraza en una de las fotografías de su mesa: sonríe y asiente con la cabeza, está muy satisfecha con el resultado. Alarga el brazo y coge la foto, la mira de cerca y su sonrisa se agranda. No sabe si será cosa de la edad, pero hace tiempo que le invade la ternura al ver a su madre.

La imagen es antigua, de hace por lo menos dieciocho años. Sara debía de tener diez. Aparecen las dos sentadas bajo un naranjo, en la huerta de su abuela. Su madre está detrás de ella, la rodea por la cintura con los brazos y sus mejillas están juntas. Ríe y solo unas pocas arrugas marcan su cara al lado de los ojos, muchas menos de las que luce hoy en día. Sara aprieta los labios en un intento de aguantar la risa, pero ella sabe que un segundo después de que su padre apretara el disparador se le escapó una sonora carcajada.
Se fija en la ropa que llevaban puesta: su madre un vestido verde de tirantes; ella un divertido traje de falda y camiseta blancas, con dibujos de señales de tráfico. Todo ello realizado por su propia madre, ya que era modista. Sara la recuerda siempre haciendo las tareas de casa y, sobre todo, cosiendo. Sentada bajo la lámpara de la cocina o al lado de la ventana, según la hora del día. En la mesa una caja metálica de galletas, reutilizada como costurero. En su dedo anular un dedal y entre sus manos la aguja con el hilo y la tela. Siempre agachada sobre su labor; consecuencia —en gran parte— de ello, ahora usa gafas y sufre dolores de espalda. De vez en cuando se levantaba para hacer algo en la máquina de coser; aquella entrañable Sigma que su madre sustituyó, más que contenta, por una eléctrica.
Sara recuerda aquellas pruebas de «cuidado que solo está hilvanado» y meter brazos y piernas con exagerado celo, para no descoser nada ni pincharse con algún traicionero alfiler. En aquellos momentos no lo apreciaba, pero ahora sabe que elegir el estampado de sus vestidos y llevar los bajos de los pantalones a la medida exacta era algo que no todos se podían permitir.
Las vecinas del barrio le hacían pedidos, y poco a poco también amigas de las vecinas, y más tarde amigas de las amigas de las vecinas. Algunas veces venían a su casa a probarse o recoger sus encargos, y otras era su madre la que iba. Sara la acompañaba si no estaba en el colegio. Se sentaba en el sofá a ver la tele, o jugaba con otros niños si los había.
Nunca decía que no a una petición; una vez tuvo que hacer un traje de lentejuelas, se desprendían de la tela y durante meses aparecieron por cualquier rincón de la casa. Tampoco descansaba nunca, en verano llevaba la labor en una bolsa a la piscina, al pantano o a la playa y cosía mientras Sara jugaba.
Añora aquellos momentos en que, cuando pasaba a su lado, alargaba el brazo simulando pincharla sin querer con la aguja. Sara reía y corría incansable a su alrededor, provocándola para que lo repitiera. También recuerda con nostalgia sentarse a su lado e inventar mil historias, en las que los protagonistas eran bobinas de hilo ya terminadas.
Solo una vez Sara intentó imitar a su madre y coser algo. Tenía ocho años y al día siguiente era el día de la madre. Cogió un delantal azul de un cajón de la cocina, le cortó las tiras de la cintura y partió por la mitad la del cuello, dejó dos trozos colgando. Cosió botones de colores por toda la tela, pegó brillantilla y escribió con rotulador dos grandes letras: S y M. Lo envolvió en papel de periódico y cuando ella lo abrió, Sara le dijo que le había hecho una capa porque era una Super Mamá. Su madre la abrazó muy fuerte y le dijo que le gustaba mucho, aunque parecía que iba a llorar así que Sara no estaba muy segura de que fuera cierto.
Ahora sabe que le encantó. De hecho, la colgó en un gancho en la puerta de su habitación y ahí continúa. Mira el dibujo que está terminando: la cara de su madre, con un traje pegado verde, dos letras —S y M— en el pecho y una capa azul con puntos de colorines. Escribe con esmerada caligrafía: «Felicidades mamá», lo mete en una funda de plástico y lo envuelve con una hoja de papel de periódico. No tiene duda de que volverá a emocionarla.
Este artículo es una colaboración de Luna Paniagua.
Muchísimas gracias por tu colaboración y por poner en relieve otras profesiones que también se realizan en casa, y por demostrar que el trabajo en casa no es consecuencia de la llegada de internet a nuestras vidas. ¡Nos leemos!
Estupenda colaboración de Luna! Precioso! Besazos para las dos!!
Muchas gracias Ana. Qué tengas una feliz semana! Un beso
Igualmente, María! Besos 😘😘😘
¡Muchas gracias tesoro! Sigue emocionándome el leerlo. ¡Te quiero princesa!
Preciosa historia, que me ha emocionado por la ternura con la que describe los personajes y la situación. Además, de plena actualidad, con tantas personas que buscan una forma de ganarse la vida desde casa. Muy buena colaboración!!!
Coincido completamente contigo, es un relato con personajes con los que es fácil identificarse. Y otra forma de trabajo en casa de la que yo no me atrevía a hablar, no por desconocimiento, sino porque crecí con anécdotas muy similares a las que la colaboradora describe… Valiosísima colaboración, sin duda.
Gracias por pasarte. Saludos!!
Muchas gracias, Eva, me alegra mucho leer que ha gustado 🙂
Muchas gracias a ti, María, por darme la oportunidad de colaborar en tu blog.
Me encanta cómo lo has publicado.
Con permiso, reblogueo 🙂 Un abrazo.
Como ya te dije, con tu relato has dado visibilidad a trabajos desde casa que existen desde hace mucho, desde antes de las redes sociales y, en concreto, a las modistas en casa, un mundo que tan bien conozco y que tantos buenos recuerdos me trae… No hace falta mi permiso 😉. Otro abrazo para ti